En 1910, el mundo soñaba con un futuro que parecía sacado de la imaginación más audaz. Las ciudades crecían verticalmente, los trenes comenzaban a volar en las mentes de los inventores, y la electricidad se extendía como magia por los hogares. La modernidad no era una promesa, era una realidad palpable para quienes vivían ese momento. Era el inicio de una era que se anunciaba como el futuro.

Pero… ¿qué queda hoy de ese futuro?
El presente, saturado de tecnología y avances, parece haber perdido el brillo utópico que tenía en los sueños de los que vivieron en el siglo XX. Ahora, el progreso se mide en pantallas táctiles, algoritmos invisibles y prisas que nos desconectan del asombro. La estética del futuro moderno, con sus trenes de vapor futuristas y sus edificios art déco, ha quedado congelada en postales, en novelas de Julio Verne y en películas en blanco y negro.
Quizás, el verdadero futuro moderno fue antes. Quizás el futuro era una ilusión más poderosa cuando aún no había llegado. 1910 fue un tiempo en que el porvenir tenía forma, estilo y esperanza. Hoy, el ahora parece una actualización sin alma de lo que alguna vez soñamos con ser.